Pequeñas fobias

Detesto las estanterías de doblo fondo. Es cierto que encontrarte con un libro que no recordabas haber dejado allí, es algo bonito y tiene su encanto. Cierto. Es un momento que de una forma u otra arrastra una pequeña celebración. Algo parecido a ese momento maravilloso en que te encuentras con algo de dinero olvidado en un bolsillo.

Sin embargo, por encima de esos pequeños reencuentros librescos y esas alegrías breves, las estanterías de doble fondo, reconozcámoslo, son un engorro. Al final resulta imposible saber qué libros dejaste allí. Siempre he creído que este tipo de estanterías deberían incluir, como elemento indivisible en su venta, un pequeño cuaderno que funcionara a modo de catálogo. Así, cuando llegaras a casa irías anotando la colocación de cada libro y la cosa no tendría pérdida ni drama.

En realidad, tal y como está pensada, la segunda fila termina por convertirse en un amasador de polvo. Pero lo peor de todo no es eso. Lo pero de todo es que alimenta deseos en vano. En los peores casos, como ahora, el libro no aparece y cuando tenga a bien hacerlo, este deseo ya hará frontera con el desinterés. En el fondo, esa fila ciega de libros está ahí para alimentar y producir objetos de deseo imposibles de satisfacer. Todo al más puro estilo lacaniano.

 

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